sábado, 10 de junio de 2017

Reseña: Bartleby de Herman Melville

La historia de Bartleby es narrada por un abogado y se sitúa en Nueva York, específicamente en Wall Street, un lugar considerado para la época el más concurrido en donde el movimiento y la rapidez de la vida era patente, pues ahí se comenzaba a gestionar el centro mundial de comunicación, comercio e industria. Las oficinas del narrador se ubicaban en un piso alto del X° Wall Street: “Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado de la ofrecía, por lo menos, un contraste. En esta dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra” (2).
            Cerca de esas ventanas sombrías y sin vista alguna se ubicaría Bartleby, el cual se mostró como un trabajador ejemplar: “no se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente” (5). Días después, mientras que la expectativa del narrador esperaba una obediencia inmediata, -así como cualquier trabajador inmerso en el agitado mundo neoyorkino debiese actuar- se encontró con una insólita respuesta: “preferiría no hacerlo” que desde aquí a lo largo de la obra dominará el discurso del personaje.
La perplejidad del empleador no se basaba en el enojo que fácilmente podría describir a cualquier jefe, sino que lo que más le dejaba atónito era pensar: “Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras, si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta” (6). De este punto en adelante, en lugar de una evolución del personaje Bartleby, se presenta una regresión en su desempeño laboral. Todos los copistas estaban obligados a examinar su propia copia, pero Bartleby sólo hacía la primera parte, siendo el narrador quien debía hacer este trabajo con sus otros empleados. Sin embargo, la justificación que el narrador tenía para ello era extraer entre sus raras peculiaridades, cualidades como: “Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad, […] su calma, hacían de él una valiosa adquisición” (9).
Pronto el narrador vería su oficina invadida por Bartleby, pues este la había convertido en su residencia, y el gran problema de esta situación era que el interés filantrópico del narrador no hallaba lugar, era incapaz de ayudar: “podía dar una limosna a su cuerpo [a Bartleby]; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma” (11).

De pasar a ser copista, a querer quedarse siempre en la oficina al punto de dejar de seguir copiando causó que el narrador sintiera terror al pensar que esto ya le estaba afectando seriamente en su estado mental, pues Bartleby hacía lo insólito, lo que nunca debiese suceder como lo era el hecho de establecerse en su oficina sin ofrecer ningún tipo de servicio como una carga inútil, hizo de esta forma lo imposible a posible, es decir, algo extraordinario (13). Por consiguiente, el narrador con fracasados esfuerzos de liberarse del siniestro personaje, se tuvo que mudar de oficina. Bartleby se quedó estancado e inmóvil. Nadie pudo sacarlo, y a pesar de que el narrador haya hecho todo lo “humanamente posible” por salvarlo de su miseria (19), llegó a tal punto de ser tomado preso por vagabundo. En la cárcel, en un sereno ambiente con espesos muros, sin ruido y un suave césped se encontraba acurrucado, consumido en vida, consumido por una sociedad indiferente, y consumido por su pálida desesperanza de haber sido, según los rumores, un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. 

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